Un día cualquiera notamos como el sol esta jugando con nuestra piel justo en esa zona que llevaba tanto tiempo en la más absoluta oscuridad. No lo entendemos, nada ha variado en ese instante concreto, pero el calor que sentimos no ofrece ninguna duda: esa puerta de nuestra vida que creíamos cerrada para siempre, de pronto, se ha abierto.
De a poquitos vamos recuperando las antiguas sensaciones, esas que creíamos perdidas, la ternura, la ironía, el juego compartido, las lecturas a medias, las críticas cinéfilas, las amarguras laborales, las enfermedades mutuas, las horas robadas al sueño, los días especiales en los que sonaba el teléfono y esa voz titubeante te acunaba durante horas ....
Y uno no acaba de comprender cómo se pudo cerrar aquella puerta, aquel día olvidado de su pasado. Sin motivos, sin por qués, sin explicación alguna. El discurrir diario fue marcando su ritmo y un día, sin más, ya se había cerrado. Sin ruido, sin portazo alguno, casi como sin querer.
Desconoces también cómo ha podido abrirse de nuevo. Qué te llevó a enviar ese mensaje cifrado en una botella como si fueras un naufrago perdido en una isla desierta. Lo enviaste sin meditar, por pura intuición. Ese gesto bastó para que el candado, pese a su herrumbre acumulada, se deslizara hasta el suelo y la puerta, nuevamente, se abriera.
O, tal vez, piensas ahora con calma, la puerta nunca se cerró del todo ..... quizás sólo se entornó, a la espera de que un susurro especial volviera a balancear sus goznes.
De a poquitos vamos recuperando las antiguas sensaciones, esas que creíamos perdidas, la ternura, la ironía, el juego compartido, las lecturas a medias, las críticas cinéfilas, las amarguras laborales, las enfermedades mutuas, las horas robadas al sueño, los días especiales en los que sonaba el teléfono y esa voz titubeante te acunaba durante horas ....
Y uno no acaba de comprender cómo se pudo cerrar aquella puerta, aquel día olvidado de su pasado. Sin motivos, sin por qués, sin explicación alguna. El discurrir diario fue marcando su ritmo y un día, sin más, ya se había cerrado. Sin ruido, sin portazo alguno, casi como sin querer.
Desconoces también cómo ha podido abrirse de nuevo. Qué te llevó a enviar ese mensaje cifrado en una botella como si fueras un naufrago perdido en una isla desierta. Lo enviaste sin meditar, por pura intuición. Ese gesto bastó para que el candado, pese a su herrumbre acumulada, se deslizara hasta el suelo y la puerta, nuevamente, se abriera.
O, tal vez, piensas ahora con calma, la puerta nunca se cerró del todo ..... quizás sólo se entornó, a la espera de que un susurro especial volviera a balancear sus goznes.
(Seguiré susurrando, muy bajito, con tomate incluido, para que no vuelva a cerrarse)