4 ago 2010

La firma







Al final, lo hicimos. Nos habíamos resistido, no queríamos ni pensar en ello, pero, al final, lo hemos hecho. Por todo y por nada, porque es mejor dejar las cosas resueltas, porque pesaba más lo positivo que la sensación de no querer pasar por algo que viene impuesto desde fuera. Porque terminamos por convencernos de que, en el día a día no importaba gran cosa y, en el mañana, podía llegar a significarlo todo.

Tras meditar varias opciones elegimos la menos mala: hermanas, padres y los dos sobrinos. La cosa no empezó bien del todo, Mario se negaba en redondo a hablar con nadie porque su madre le había obligado a llevar botones. Su enfado era de tal calibre que no había manera de acercarse a él. Tras un pacto que se selló con un apretón de manos, la criatura volvió a su estado natural y se convirtió, como era de esperar, en el pegamento ideal. Con Lucía lo tuvimos más fácil: ser la encargada de portar los anillos le dio el protagonismo que necesitaba para sentirse princesa por un día y olvidarse de todo lo demás.  

La ceremonia en sí resultó lo más divertido de todo. Cámara en ristre los mayores se olvidaron de cualquier trascendencia que pudiera tener ese momento y se dedicaron a ejercer de fotógrafos profesionales, provocando nuestras risas y las del pobre concejal que no tenía muy claro si apartarse o posar como un modelo más. Cuando llegó el instante firmas, Lucía, que ya estaba en su salsa, decidió permanecer al lado de los firmantes para que a ninguno se le olvidara dejar por escrito su consentimiento. Creo que, al final, si hubiéramos hecho una encuesta, los presentes habrían confirmado que no habían asistido a ninguna semejante, con tantas risas y tan poco sentido de la responsabilidad. Se olvidaron del arroz (menos mal) pero nos cantaron el ya se han casaó tantas veces y con tantas ganas que en lugar de nueve personas parecíamos todo un batallón.

Durante la comida siguieron las risas, amenizadas, como no puede ser de otra forma cuando hay chiquillos, con un millón de anécdotas. Mario no quería nada, pero, eso sí, educadamente contestaba gracias a todo el mundo. Acabó pasando de silla en silla y jugando con todos, creo que todavía no ha entendido del todo por qué el camarero se llevó sus patatas cuando estábamos con los postres. Su hermana, que ya es mayor, presidió la mesa y estuvo encantadora. Su mejor regalo, hacia mí, fue asegurar que besaba muy bien y preguntarme dónde había aprendido a besar de esa manera. Para finalizar la jornada se transformó en periodista y se encargó de dejar un documento escrito con las impresiones de todos los presentes de día tan trascendental en nuestra vida.

Tras un rato memorable en casa y después de descubrir que mi cuñada domina como nadie el arte de la papiroflexia, cada mochuelo se fue a su olivo y mi plural (por mucho papel que hayamos firmado seguirá siendo mi plural para mi) y yo nos largamos a tomarnos unas copitas, para celebrar que nadie se había matado y que, dentro de lo malo, las risas habían merecido la pena.

Al día siguiente vivimos la segunda parte, enfocada a una única persona que se merece todo y más, que no resultó tan bien como la primera pero que llevaba la misma intención personal de buen rollito y de que pudiera festejar todo el mundo. Por una vez, yo era la tranquila y superé el envite con una sonrisa que me duró hasta las cuatro de la madrugada. Una vez más, y puesto que todos habían decidido marcharse pronto, mi plural y yo decidimos festejar, ya en la intimidad, que nadie se había matado (esta vez sí hubo puñaladas traperas, pero, nada al margen de lo habitual), que la tercera generación estuvo presente y que quedan celebraciones de las Trujis para rato.

Y, ahora, tras dos días intensos de celebrar no sabemos muy bien qué porque, para nosotros, esto lleva ocurriendo desde un día del 2003 en el que nos vimos las caras y todo empezó a ser de dos, puedo decir que hemos recuperado la tranquilidad. Quedarán, para siempre, las sonrisas, los ojos brillantes de aquellos que lo disfrutaron, un brindis muy especial que hizo presentes a dos seres muy queridos que ya no están, y, cómo no, Lluis Llach a mi lado, detalle exclusivo de mi chico que sólo él y yo captamos y que me emocionó tanto que tuve que voltear la cara para que nadie más que él fuera consciente de hasta dónde la pluralidad había llegado.